Los personajes mejor esculpidos, tanto en lo vocal como en lo escénico, fueron Éboli y Filippo. Ahí es nada. Dos retratos descomunales de la soledad, la necesidad de afecto, la imposibilidad de darlo, los celos, la falta de confianza incluso en sí mismos. Simeoni volvió a ser una Princesa excelente tan cómoda en las agilidades de la canción del velo como en su dolor de ‘bestia herida’ en el tercer acto, el remordimiento del gran cuarteto del tercero y su despedida del mundo en esa pequeña obra maestra en sí que es ‘O don fatale’. Como cualquier gran mezzo que se precie fue tan importante la homogeneidad y el control de la voz en agudos y graves, un centro que fue columna del órgano vocal, como la intensidad y propiedad del fraseo. La malicia de la canción inicial dio paso a una de esas frases de Verdi que ni siquiera son ‘difíciles’ pero que lo dicen todo si se saben decir: ‘Un dì mi resta!’ me hizo saltar en la butaca como hace mucho un chico de quince años escasos que estaba haciendo sus ejercicios de física para el colegio y escuchó por radio por primera vez, a traición y sin saber de qué iba, un aria que entendió casi toda a la primera y que con esa frase lo sacó de la silla para tratar de ver dónde podía conseguir ese disco y, de ser posible, la ópera a la que pertenecía. Gracias por hacerme recuperar las sensaciones y sentimientos primeros que, como se ve y cuando se sabe, permanecen allí adentro, intactos, esperando a que los vuelvan a despertar.